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Relato: «Silencios rotos (IX)», por Teresa Pulido Mañes

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6 septiembre, 2021
Silencios rotos IX

Ilustración: Miriam Cruz Marrero, diseñadora de Museos de Tenerife

La parada dos era la sala de “las colecciones”, y la había solicitado Andrés, que antes de empezar les preguntó si eran coleccionistas de algo: punzones, anzuelos, lascas de obsidiana, en fin, pequeños objetos, y solo El Nene guardaba anzuelos para practicar la pesca.

—Antiguamente —comenzó Andrés su parlamento—, muchos particulares y a veces algunos ayuntamientos, guardaban objetos de los antiguos pobladores e incluso restos humanos, lo vimos en la planta dos, ¿recuerdan? Las personas que lo hacían no tenían la formación adecuada y los escogían según sus propios criterios. Se fijaban en aspectos como el color, el tamaño o la forma, mezclaban piezas de distintos yacimientos y las tocaban sin las debidas medidas de seguridad. El resultado: colecciones privadas de bienes públicos que solo se reconocieron como tales a partir de la Ley de Patrimonio Histórico de 1999. Desde esa fecha, está prohibido el coleccionismo de restos arqueológicos, es un delito, vamos, y si bien estas colecciones pasaron a organismos públicos como este museo, su información es escasa, inferior a la que hubieran proporcionado si se hubieran manipulado correctamente. ¡Eran otros tiempos! Vayan mirando y díganme lo que les gusta.

La Argentinita se fijaba en la variedad de cerámicas: fondo cóncavo, formas sencillas, apéndices variados, hecha a mano, por mujeres, como la bereber contemporánea de la planta dos, frágil por la cocción en hoguera. Otros objetos reclamaban su atención: molinos, anzuelos, punzones de hueso, pulidores de basalto, incluso una especie de calzado infantil hecho de piel. Los punzones de hueso, ella misma los había usado para trabajar la piel y para decorar la cerámica. “Con cuidado, Tinita, con cuidado”, oía la voz de su madre para evitar que se hiciera daño, “están muy afilados”, las primeras veces que intentó usarlos ella sola en las pieles de los vestidos. Volvía a estar en su casa, con su familia, veía a su padre reparar una grieta en la vasija colocando una cuerda entre dos agujeros y haciendo fuego por frotamiento en el fondo de un tronco de codeso ahuecado, el encendedor, lo llamaban entre risas. Le entristecía la visión de aquellos objetos vacíos, inertes, sin unas manos que los vaciaran, los fregaran y los devolvieran a su lugar después de usados. La misma emoción que la embargaba a ella sabía que también afectaba a los demás: eran sus objetos, sus utensilios, las piezas que daban el calor de hogar a cada vivienda por muy humilde que esta fuera. La suya le gustaba fantasear que pudiera estar en Erques, pero era solo eso, fantasía, lo más probable es que viviera en una cueva cualquiera del barranco de Badajoz en Güímar.

—Isora, a su vez, se había detenido en los collares de cuentas: ¡qué preciosidad!, yo sí que tenía una bella colección, y de platos decorados como ese del sol, también; ¡buena era mi madre!, ¿cómo se dice?, tenía horror vacui, vamos, que no podía ver una pared vacía, y si lo piensas bien, así daba alegría a la casa con tanto colorido, que la vida se acaba, no dura siempre, ¿verdad que eso lo sabemos bien?

Esta vez sí, y sin que sirviera de precedente todos le dieron la razón a Isora, y hasta ella se asombró de ese cambio.

—Pues va a ser que sí, al final va a resultar muy agradable este paseo inesperado —masculló con voz algo confusa.

Antes de abandonar la sala de “las colecciones” Isora se quedó quieta, clavada en el suelo delante de un pequeño objeto: una vértebra dorsal, atravesada por un dardo de madera que estaba quebrado. La sensación de dolor que transmitía era tan intensa que traspasaba el umbral del tiempo. Sus pensamientos galopaban: ese dardo, ¿por qué me inquieta?, huelo a lluvia si me acerco, a barro, a sangre, mucha sangre, oigo llantos y gritos en la casa grande, veo a mis padres pálidos, temblando de frío ante una hoguera muerta.

—A ti, Nene, ¿te recuerda algo?

El pobre Nene no sabía qué decir, apenas lograba encajar los fragmentos de un diálogo en el que sus padres susurraban sobre una historia ocurrida en una noche de tormenta, hubo muertos y todo, pero la verdad es que eran asuntos de mayores, nunca acababa de entenderlos pues poco hablaban en su presencia.

Su cabeza seguía cavilando mientras apenas había prestado atención a El Nene. Ya me acordaré, seguro, cuando yo me empeño, no me rindo fácilmente, y su mente giraba en busca de una respuesta.

May se dio la vuelta y no lo vio cogiendo una piedra, no vio la trayectoria, no pudo esquivarla porque no la vio, no supo desconfiar a tiempo de aquel hombre que todo lo ennegrecía con sus turbios pensamientos, solo sintió su impacto y su caída lenta pero inexorable hasta que dio con su cabeza en el suelo y una mancha roja comenzó a cerrar sus ojos y a ser el último color que registrara su cerebro. Cuando dejó de gritar, descompuesto ante lo que no era consciente de haber hecho, otros vecinos del poblado ya se acercaban a la casa chica. ÉL los había alertado en su agónica huida.

No puede ser, no puede ser, transportaba el aire su quejido. No comprendía lo que había hecho, solo quería huir, escapar de allí y refugiarse en su mala suerte, pero el padre de May interrumpió sus lamentos: no corras, párate y enfréntate a la realidad, a lo que has hecho, a tu responsabilidad, al menos una vez en tu vida. No soy capaz. Sí que lo eres, siempre eres responsable de lo que haces o dejas que pase, no te escondas en lo que dijeron o hicieron otros, en que actuaste sin pensar, enfréntate a tus decisiones.

Teresa Pulido Mañes, voluntaria del MUNA

Silencios rotos



Fachada MUNA
El 14 de marzo de 2020 se detuvieron muchos pasos, muchas vidas quedaron congeladas y otras se perdieron irremisiblemente. Todo cambió en el MUNA, Museo de Naturaleza y Arqueología de Tenerife que, como tantos otros museos, apagó sus luces y cerró sus puertas, dando paso al silencio y la incertidumbre. En su interior, los personajes que habitan tras los cristales de las salas expositivas decidieron situarse al otro lado, rompiendo el silencio, para contarnos su propia historia. De esta forma, nuestros protagonistas comparten sus destinos e inician un camino identitario hacia la recuperación de la memoria que les llevará también a la resolución de un antiguo misterio.

Esta narración, en trece entregas, pretende ser una ventana alternativa por la que los visitantes se adentren y sientan la vida que late entre las paredes del Museo, lejana en el tiempo, pero cercana por los sentimientos que provocan los ecos y los pasos de sus inquietos habitantes.

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