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Relato: «Silencios rotos (XII)», por Teresa Pulido Mañes

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11 febrero, 2022
silencios rotos

—¿Dónde vivíamos?

Se puso ahora La Argentinita al frente del grupo para “los tipos de viviendas” .

—Pues en cuevas naturales, al pie de los acantilados costeros o en las laderas de los barrancos. Se cerraba la entrada con un murete y el hogar estaba a la entrada, para calentar las noches de invierno.

—Siempre cerca de agua —era El Nene quien hablaba—, y a ser posible con tierras, pastos y bosques cerca. Que además fuera amplia, bien orientada y accesible.

—¿Algo más, Nene?, pues no pides tú nada, anda siéntate y escucha —cerró Tinita con suavidad su intervención y prosiguió la suya—. En las zonas alejadas de los barrancos, se hacían cabañas de piedra seca y al lado un corral para el ganado. El hogar, en el centro o fuera, y los techos se cubrían con ramas y pieles, las tareas domésticas se hacían en el exterior pues las cabañas eran de reducidas dimensiones. Como los del sur pastoreaban todo el año, construían pequeñas edificaciones en las zonas bajas para vigilar el ganado mientras comían y bebían en arroyos o manantiales. Las viviendas permanentes, formando el poblado, estaban en las zonas altas. De todas formas, no siempre era así, y a veces había poblados permanentes en las zonas bajas.

—¿Cómo cocinaban; dónde comían? —El Nene se destapaba como preguntón, había tenido buena maestra, desde luego.

—En piezas de barro: ollas, platos, vasijas…, —¡lo que no se les ocurra a las mujeres!, —echó una mano Santos—. Ellas hacían todo el proceso: recogían el barro, lo mezclaban con tierra, añadían agua, formaban la masa y la dejaban en reposo. Moldeaban el fondo y levantaban las paredes con sucesivos cordones o churros. Alisaban por dentro y por fuera, añadían los apéndices según el uso: vertederos muy anchos para ordeño, (tofios de Fuerteventura, por ejemplo), asas, mangos o solo decorativos. Todavía con la pasta fresca decoraban la pieza con punzones, palos de madera o incluso con las uñas, fíjense, hay un ejemplo en las vitrinas, y por fin, se colocaba sobre el fuego de una hoguera para su cocción. Por mucho que las mujeres se esmeraran, ese fuego abierto hacía que las piezas fueran frágiles y porosas por lo que había que repararlas frecuentemente para mantenerlas en uso.

—Con la leña de los árboles del bosque (brezo, por ejemplo) —Santos se había animado y le costaba interrumpir su discurso—, se preparaba el fuego para cocinar y en las ollas de barro se asaban las carnes, se tostaban los cereales. De postre: piñones, uvas pasas, higos…, y alguna vez —seguía Santos—, un poco de gofio endulzado con chacerquen, la «miel» obtenida de los frutos del mocán. Por las tardes, los pequeños de la familia ayudaban a sus mayores a trenzar las hojas de juncos o palmeras para hacer cordeles con que transportar la leña, o las hojas de bicácaro o madroño con los que se preparaban los remedios medicinales. Los había para todo, hasta para las caídas y golpes derivados de las peleas cotidianas, porque sí, no vamos a negarlo, las piedras, grandes o pequeñas, a veces volaban por los aires y las fracturas, unas veces con intención y otras por accidente, eran frecuentes.

—Santos, —apuntó Tinita—¿Toda esta información la reciben los visitantes del Museo?

— Desde luego, Tinita, —redujo su respuesta al mínimo para tomar aire y respirar a gusto.

—¿Cómo saben en el Museo tantas cosas sobre nosotros, sobre nuestra vida y costumbres?

—Por el trabajo de sus técnicos que investigan con cuidado los restos que se encuentran en los yacimientos, y que también cuentan con la información que aportan otros investigadores como arqueólogos o historiadores, porque el conocimiento es acumulativo y lo que cada uno aporta enriquece el resultado. Por ejemplo, examinando los restos que quedan en los hogares una vez apagado el fuego saben qué comíamos, cómo se preparaban los alimentos, qué madera se empleaba para obtener la leña, para qué se usaban los distintos recipientes de cerámica; en fin, los investigadores son muy necesarios para que nuestra forma de vida se conozca cada vez mejor. La lástima es que muchas personas, a veces hasta autoridades, consideran que su trabajo no es importante, porque los logros no son inmediatos, el proceso es lento, requiere tiempo y recursos para hacer comprobaciones y a veces lo que obtienen es solo frustración por la falta de resultados y entonces hay que empezar de nuevo.

—Mucho apoyo sí que necesitan, para que sigan con sus estudios y no se rindan cuando se enfrentan a un fracaso —reflexionó Tinita en voz alta.

—Así debería ser, Tinita, pero la realidad es que solo cuando tienen éxito y hacen un importante descubrimiento o aportan una pieza valiosa al engranaje del conocimiento, entonces sí, entonces sí aparecen muchos padrinos para acompañarlos y declarar que siempre habían creído en ellos.

—Es verdad, ahora que lo pienso, ¿se acuerdan de la alegría que produjo nuestro regreso? —apuntó Tinita mirando de soslayo a Carlos—. Primero nuestra estancia en el Museo Casilda de Tacoronte, luego la venta al Museo de la Plata en Argentina y de ahí, sin saber muy bien por qué, al Museo de Ciencias Naturales de Necochea hasta que tras muchos trámites y negociaciones regresamos a la isla, al MUNA, en 2003. Fue la primera devolución de restos humanos a su lugar de origen y la puerta a la esperanza de futuros retornos. ¡Menuda celebración!

—Sí —confirmó Santos—, que se repitió cuando otros tres cuerpos volvieron de Madrid, de la Escuela de Medicina Legal de la Universidad Complutense, en 2011 y ahí se acabó todo. Los demás, desde sus lugares cercanos o lejanos: Madrid, Cambridge, Göttingen, San Petersburgo, Viena, Montreal… siguen con sus sueños de vuelta: ahora sí, mira Necochea, ahora no, seguro que en unos pocos años nos vamos, como los de La Complutense, y por el camino, sus esperanzas se agrietan, se hacen viejas. Su destino no cambia, y continúan lejos de su tierra.

La desgracia recorrió caminos, subió peñas, se contaba de una boca a otra, entraba en las casas esparcida por el viento y se convirtió en leyenda:

En la noche negra de la tormenta

la lluvia lloraba, gritaba la pena.

Tuviste suerte, te llevas dos vidas

Me falta otra y se me acaba el día.

No busques más, aquí me tienes

Herido no vales, herido no sirves.

Llévame a mi isla, mi cuna vieja

Haré lo que pides, serás mío en ella.

Teresa Pulido Mañes, voluntaria del MUNA

Silencios rotos



Fachada MUNA
El 14 de marzo de 2020 se detuvieron muchos pasos, muchas vidas quedaron congeladas y otras se perdieron irremisiblemente. Todo cambió en el MUNA, Museo de Naturaleza y Arqueología de Tenerife que, como tantos otros museos, apagó sus luces y cerró sus puertas, dando paso al silencio y la incertidumbre. En su interior, los personajes que habitan tras los cristales de las salas expositivas decidieron situarse al otro lado, rompiendo el silencio, para contarnos su propia historia. De esta forma, nuestros protagonistas comparten sus destinos e inician un camino identitario hacia la recuperación de la memoria que les llevará también a la resolución de un antiguo misterio.

Esta narración, en trece entregas, pretende ser una ventana alternativa por la que los visitantes se adentren y sientan la vida que late entre las paredes del Museo, lejana en el tiempo, pero cercana por los sentimientos que provocan los ecos y los pasos de sus inquietos habitantes.

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