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Relato: «Silencios rotos (VII)», por Teresa Pulido Mañes

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8 junio, 2021
Silencios rotos (VII)

Ilustración: Miriam Cruz Marrero, diseñadora de Museos de Tenerife

Recuperadas las fuerzas tras el descanso nocturno, esta vez fue Carlos el que tomó la iniciativa para poner en marcha al grupo.

—¿Ya están despiertos?, yo sí, y estoy deseando seguir con la excursión, la verdad es que no pensé que fuera a ser tan entretenido el paseo por las salas. ¿Qué les parece si sorprendemos a Santos y cuando se despierte ya tenemos el plan del día diseñado? Así verá que somos capaces de ayudarlo porque si sumamos somos más.

Andrés se asombró favorablemente por esa actitud de Carlos que desconocía: colaborar, pensar en los demás, aunar esfuerzos, pues sí que están cambiando las cosas.

—Mientras esperamos, —prosiguió Carlos—, tengo muchas dudas sobre lo que vimos ayer pero también alguna certeza, a ver si coinciden conmigo: venimos del norte de África, ¿verdad?, nuestros antepasados antepasadísimos eran bereberes (o imazighen, como ellos se llaman) y heredamos de ellos la piel blanca o cetrina y los cabellos y los ojos oscuros aunque en algunos casos los tenemos claros, ¿no? y el modo de hacer nuestra cerámica es también muy parecida a la de ellos.

—Y la escritura también, —apuntó La Argentinita—, o sea que los canarios en la actualidad tienen una parte significativa de sangre bereber, ¿no?

—Es cierto, Tinita, —respondió Santos ya despierto y sonriente ante el interés de sus rostros— sobre todo en La Gomera; en el resto se aproxima al 40 %, 5 % subsahariano y 55 % europeo, pero eso sí, son siempre valores promedio, que pueden cambiar en casos concretos. De todas maneras, nuestros antepasados bereberes ya eran una mezcla en sí mismos, por la convivencia con los fenicios y romanos asentados en el norte de África.

—Entonces, ¿nosotros aportamos el origen bereber y los que vinieron después, los que llaman europeos, pusieron también su parte? –se reincorporó Carlos a la conversación.

—Sí, Carlos, y un poquito también suma la población negra subsahariana que llegó fundamentalmente como mano de obra esclava.

—¿Así que en realidad somos una suma? —exclamó Carlos un poco sorprendido ante lo que él veía como un rompecabezas de difícil encaje y otros como una riqueza por explorar.

—Claro, ¿qué pensabas?, ¿en un origen único y exclusivo? Eso podía ocurrir mucho, muchísimo tiempo atrás, pero los dos mil años últimos en la historia de la humanidad suman muy poco, un suspiro, y las mezclas poblacionales son un fenómeno de lo más frecuente, por más que algunos se hayan empeñado en no verlo. Los linajes únicos, sin mezcla, en realidad se debilitan, necesitan sangre nueva que los renueve y los haga fuertes frente a la adversidad, y asegure la supervivencia de los descendientes; la endogamia en realidad está reñida con la calidad de la especie.

Todos habían comprendido el valor de las palabras de Santos; no pertenecían a linajes exclusivísimos de sangre pura y sin contaminar, hasta Isora lo entendía, y lo que sí habían tenido era la suerte de ser momificados y de disfrutar de unas buenas condiciones de vida por lo que debían sentirse muy afortunados, aunque no hubieran hecho nada especial para merecerlo salvo nacer en el lugar y la familia adecuados.

—Y bien, antes de abandonar nuestra planta, —anunció Santos—, recuerden siempre que también somos una mezcla de cualidades: valentía, astucia, perseverancia… porque durante más de diez siglos nos quedamos solos en nuestras islas, aprendimos a sobrevivir con los recursos de que disponíamos, pusimos en marcha nuestra capacidad de resolver los problemas que aparecían, usamos la imaginación como un bien añadido, si bien lo hicimos casi siempre en la soledad de cada isla y solo después de todo ese tiempo dejamos de ser “las islas olvidadas” y volvimos a figurar en los mapas, a ver barcos navegando por nuestras aguas, y a europeos sorprendidos por nuestras pieles “teñidas y cosidas finamente”.

Santos recapituló los logros de la primera etapa del paseo: Carlos había descubierto la importancia de la suma de los esfuerzos individuales en aras del éxito colectivo; Isora había aceptado que no por tener un origen aristocrático era merecedora de más respeto que el resto; Andrés, había mejorado su autoestima y había ayudado a que La Argentinita también lo hiciera y hasta El Nene había disfrutado en compañía de Isora.

Lástima que el tesoro no apareciera, comentaron entre ellos sin fijarse en la sonrisa que alumbraba el rostro de Santos.

La lluvia caía cada vez con más intensidad y el viento, compañero inseparable, multiplicaba su progreso en aquella noche de invierno. Dentro de la cabaña me sentía a resguardo de ese enfado infernal pero no sabía si me protegería lo suficiente ni por cuánto tiempo. Estaba acurrucado frente a la hoguera que me calentaba y no la oí entrar. ¿Pero cómo has llegado May?, ¿qué haces aquí con este temporal?, ¿ocurre algo?, ¿le ha pasado algo a tu familia? Calla y déjame hablar que no tienes mucho tiempo. ¿Qué pasa? El hijo de la casa grande que anda diciendo que le has robado ganado, que te ha estado espiando y te ha visto ¿Cómo que robando cabras?, si malamente las puedo cuidar, ¿cómo voy a robarlas?, ¿dónde las voy a esconder? Ya lo sé, lo que importa es que te vayas ahora mismo porque va a venir a por ti, lo ha estado diciendo a todo aquel que ha querido escucharlo, que te vas a enterar. Tienes que irte, ¿me oyes?, ahora mismo. ¿Adónde voy con esta lluvia? Adonde sea, pero fuera del poblado, que no te encuentre, por lo que más quieras, que te mata, está tan furioso que te hará daño, vete. ¿Por qué me está pasando esto a mí?, si no he hecho nada. Vete, ya te avisaré cuando puedas regresar. Y tú, ¿te vas a quedar aquí, sola? Sí, no te preocupes, ya me he mojado bastante al venir; esperaré a que pare de llover, a mí no me hará nada, ya sabes que respeta a mi familia, bueno, yo diría que le tiene miedo a mi padre, que ya se enfrentó una vez a sus bravuconerías, es que es muy cansino. Recogí mis pocas pertenencias y me alejé a la búsqueda de algún otro cobijo donde pasar esa noche de aguacero, soledad y tristeza.

Teresa Pulido Mañes, voluntaria del MUNA

Silencios rotos



Relato: «Silencios rotos (VII)», por Teresa Pulido Mañes
El 14 de marzo de 2020 se detuvieron muchos pasos, muchas vidas quedaron congeladas y otras se perdieron irremisiblemente. Todo cambió en el MUNA, Museo de Naturaleza y Arqueología de Tenerife que, como tantos otros museos, apagó sus luces y cerró sus puertas, dando paso al silencio y la incertidumbre. En su interior, los personajes que habitan tras los cristales de las salas expositivas decidieron situarse al otro lado, rompiendo el silencio, para contarnos su propia historia. De esta forma, nuestros protagonistas comparten sus destinos e inician un camino identitario hacia la recuperación de la memoria que les llevará también a la resolución de un antiguo misterio.

Esta narración, en trece entregas, pretende ser una ventana alternativa por la que los visitantes se adentren y sientan la vida que late entre las paredes del Museo, lejana en el tiempo, pero cercana por los sentimientos que provocan los ecos y los pasos de sus inquietos habitantes.

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