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Relato: «Silencios rotos (VIII)», por Teresa Pulido Mañes

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23 julio, 2021
Silencios rotos VIII

Ilustración: Miriam Cruz Marrero, diseñadora de Museos de Tenerife

—Ha llegado el momento de bajar a la primera planta —terció Santos—, tardaremos un poco en recorrerla pues tendremos que volver todos los días a nuestro módulo para reponer fuerzas.

Los ojos expectantes que lo miraban confirmaban que su estrategia estaba funcionando, aunque por un momento El Nene sintió ganas de protestar, pero por qué, con tantas idas y venidas vamos a acabar mareados. Menos mal que la mirada de Andrés, fría y distante, lo disuadió de cualquier protesta y entendió que era una necesidad y no un capricho de los suyos. Los veía emocionados, estaban aprendiendo sobre ellos mismos y sobre sus lugares queridos y eso los animaba a querer conocer más para seguir disfrutando.

—Esa planta, como ya saben —continuó Santos—, está dedicada toda ella a la isla de Tenerife, el territorio con el que todos nos identificamos más.

Un escalofrío de inquietud recorrió sus cuerpos, sabían que en ese paseo iban a reconocer formas, objetos y hasta olores y que eso los llevaría a momentos de alegría y de infelicidad, a tiempos de cólera o de paz, a recordar personas queridas, pero también aceptaban que el dolor forma parte de la vida y que ese paseo que el azar había propiciado, era lo más parecido a ella que iban a encontrar.

Santos ya había decidido delegar responsabilidades pues a esas alturas su cuerpo se quejaba con frecuencia y desoírlo hubiera sido una temeridad. Cualquiera de ellos podía pedir la palabra para hacer alguna explicación de las salas. Si alguno quería repetir, tenía que consultarlo al resto. Carlos tenía el turno para intervenir el primero.

En la primera parada, “el océano tenebroso”, Carlos comenzó a hablar, un poco nervioso:

— Tenemos que retroceder en el tiempo, a una época muy lejana en la que el Atlántico, al sur de las Columnas de Hércules, era un océano tenebroso, siniestro por lo desconocido de su abrazo. El miedo a lo desconocido propaga mitos, leyendas y en ese mundo irreal existían unas islas, sede de la felicidad eterna. —Las nuestras ¿no?, —intervino enseguida Isora, callada ya demasiado tiempo.

—Posiblemente, Isora —respondió Carlos pausado—, posiblemente, por eso a veces nos llaman islas Afortunadas, como homenaje a ese tiempo de irrealidad. Pero cuando ya es conocida la costa africana del Atlántico, muchos pueblos navegan por sus aguas buscando metales, tintes, pesca, árboles….

—Y llegan a Canarias, ¿verdad que sí?

— No tan rápido Isora, primero se acercan, exploran, escriben sobre ellas y sus recursos; después vienen los primeros grupos que se animan a poblarlas trayendo sus propios bienes y muchas veces acaban marchándose al poco tiempo.

—Entonces —siguió Isora—, como nosotros ahora, llegaban y se marchaban.

Carlos miró a Santos a punto de entrar en pánico ante tanta interrupción. —Algo así, Isora, algo así, –y contó todos los números que sabía para calmarse.

—¿Pero, y de dónde iban y volvían? ¿Y cómo lo hacían? Si, ya sé que pregunto mucho, pero es que no puedo evitarlo cuando estoy emocionada.

—Pues del Mediterráneo, posiblemente del Mediterráneo norteafricano: Túnez, Argelia, Marruecos, donde convivían, con mayor o menor fortuna, nuestros antepasados bereberes con los romanos norteafricanos.

—¿Los romanos del imperio Romano, que tenían una lengua muy rara y unos molinos circulares para moler cereales? Por Dios, si esas historias se contaban en mi casa; los abuelitos hablaban mucho de esos campesinos que llegaban y se instalaban en la costa pero que no se atrevían a adentrarse en el desierto por temor a perderse, o eso decían ellos. No sabían qué hacer con una cabra, pero cultivar la tierra, eso sí que lo hacían bien, vaya que sí, y mandar, los soldados que los acompañaban, también.

Los demás también empezaron a recordar: hacían una salsa horrorosa con las vísceras del pescado, apuntó Andrés, y también recogían moluscos para ese tinte tan caro, púrpura, del que vimos una tela en la planta dos.

—Sí, la vi yo —apostilló El Nene.

—Fueron ellos también los que trajeron a nuestros antepasados para que estas islas se poblaran y ampliar así los límites de su imperio —recordó Santos—. Los trasladaron por el poder que deriva de la ocupación del territorio, no necesitaban ninguna otra razón.

—Sea como sea, la Historia con mayúsculas a veces no tiene que ver con la que escriben en minúsculas y día a día sus auténticos protagonistas; convivir tuvimos que aprender a hacerlo y a mezclarnos también, pues de espíritus puros, nada de nada, ya lo escucharon antes —remató Carlos, más conforme ya con su heterogéneo linaje. Hasta que llegó un día en que nos quedamos solos.

—¿Cómo que solos?

—Sí, Isora, solos en nuestras islas, cada isla con sus recursos y su población. Los romanos dejaron de ser fuertes y poderosos y tuvieron que ocuparse de su supervivencia, de salvar lo que pudieran de su agotado esplendor y unas islas como las nuestras, en el lejano Atlántico, no entraban dentro de sus preocupaciones.

—Por eso nos aislamos, nos relacionamos muy poco, ya lo dijimos antes, ¿recuerdan? —continuó Carlos—los habitantes de cada isla estuvieron muy ocupados en cultivar la tierra, en cuidar su ganado, en practicar la pesca y aprovechar los bosques y se olvidaron de lo importante que es sumar esfuerzos, conocimientos, objetivos para alcanzar una mejor supervivencia. Consideraban tan extranjeros a los habitantes de cualquier isla como a los que venían de lugares muy lejanos.

¿Tú que haces aquí, May?, ¿dónde está ese ladrón?, además de extranjero, ladrón, si yo lo sabía y mira que se lo advertí a tu padre. Aquí no hay ningún extranjero, estoy yo llevándome los restos de comida, ÉL se ha marchado al amanecer, regresa de nuevo a su isla. Tú le has avisado, le has advertido de que venía a por él, a recuperar lo que es mío, le has ayudado a huir. Tú y tus fantasías, siempre me has mirado mal, te parezco poco para ti, y Él te ha encandilado, con sus ojos, su labia y su sonrisita. ¿Pero qué dices?, solo he hablado con ÉL para que no se sintiera tan solo, ¿cómo puedes ser tan retorcido, viendo maldades en cualquier persona y en cualquier lugar, siempre pensando en ti y sin dar ninguna oportunidad a los demás?
Teresa Pulido Mañes, voluntaria del MUNA

Silencios rotos



Relato: «Silencios rotos (VIII)», por Teresa Pulido Mañes
El 14 de marzo de 2020 se detuvieron muchos pasos, muchas vidas quedaron congeladas y otras se perdieron irremisiblemente. Todo cambió en el MUNA, Museo de Naturaleza y Arqueología de Tenerife que, como tantos otros museos, apagó sus luces y cerró sus puertas, dando paso al silencio y la incertidumbre. En su interior, los personajes que habitan tras los cristales de las salas expositivas decidieron situarse al otro lado, rompiendo el silencio, para contarnos su propia historia. De esta forma, nuestros protagonistas comparten sus destinos e inician un camino identitario hacia la recuperación de la memoria que les llevará también a la resolución de un antiguo misterio.

Esta narración, en trece entregas, pretende ser una ventana alternativa por la que los visitantes se adentren y sientan la vida que late entre las paredes del Museo, lejana en el tiempo, pero cercana por los sentimientos que provocan los ecos y los pasos de sus inquietos habitantes.

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